Piedras bezoares, entre la medicina y la superstición

Autor:
  • Carmen Martínez

Mientras que los amerindios las consideraban un talismán para la caza, los europeos les atribuían asombrosas propiedades medicinales, por lo que llegaron a alcanzar precios astronómicos. El Museo Nacional de Ciencias Naturales (MNCN-CSIC) custodia cuatro valiosas piedras bezoares del siglo XVIII.


Los bezoares son concreciones de material no digerido que aparecen en el estómago o el intestino de mamíferos, aunque también se han encontrado en algunos reptiles y peces. Estos cálculos se generan en torno a un núcleo de fibras vegetales, pelo o cuerpos extraños, alrededor del cual se forman capas semejantes a una cebolla. Los movimientos peristálticos de las vísceras les dan un aspecto redondeado; el color y el peso dependen del tipo de animal, del órgano donde se forman y de la alimentación.

bezoar partido
     Bezoar poroso consistente en dos fragmentos que encajan
     perfectamente el uno en el otro, colección de Geología,
     MNCN. BEZ-SL-2. Imagen: Servicio de Fotografía del MNCN.

Al parecer el origen del término es asiático y significa “antídoto o contraveneno”. En el antiguo Imperio persa se consideraba que estas piedras tenían propiedades mágicas que alejaban el mal. Además de proteger contra los envenenamientos, también tendrían efecto sobre el estado de ánimo de quienes las utilizaban. En la literatura médica árabe aparecen a partir del siglo VIII, pero en Europa habría que esperar hasta el siglo XII, cuando la peste arrasaba el continente, para que los médicos utilizaran esta terapia importada de los árabes. Se atribuye al sevillano árabe Ibn Zuhr (Avenzoar) la primera descripción de sus propiedades medicinales.


A las procedentes de Asia y África se las conocía como bezoares orientales. Se encontraron en un gran número de mamíferos, entre los que hay que destacar la gacela de las Indias, la cabra montés y el puercoespín. Cuando los españoles colonizaron América, descubrieron las piedras bezoares producidas por otras especies como la llama, la vicuña o el guanaco, que se conocerían como bezoares occidentales, las cuales supuestamente sanaban las mismas enfermedades que hasta entonces se trataban con los bezoares orientales.


Si hacemos un breve repaso por la historia de los bezoares en Europa vemos que en el Lapidario del Rey Alfonso X el Sabio (1279), considerado el primer tratado de literatura médica escrito en castellano, ya se incluye el término bezoar o bezahar del que se dice que es un buen antitóxico por sus propiedades absorbentes. En 1574 podemos leer en la Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias occidentales que sirven en medicina, del médico sevillano Nicolás Monardes, las virtudes de las piedras bezoares con las que había prodigiosas curaciones, además de combatir la tristeza y la melancolía. Unos años después, en 1590, el jesuita José de Acosta publicó en Sevilla Historia natural y moral de las Indias, fruto de sus casi veinte años de estancia en el continente americano. Acosta dedica un capítulo a la piedra bezoar que se encuentra en el estómago de los guanacos, señalando que los bezoares son alabados por sus maravillosas virtudes contra los venenos.

cabra pomet
   Grabado de la obra de Pierre Pomet Histoire generale des drogues (Paris, 1684), en el
   que se muestra una cabra bezoar (Capra aegagrus) y un corte sagital de una piedra
   bezoar. Imagen: Bibliothèque Nationale de France.


Mientras que las piedras bezoares se convertían en uno de los objetos más buscados para formar parte de los gabinetes de curiosidades de las élites europeas, en América la visión de los pueblos indígenas era muy distinta, pues creían que estas piedras protegían a los rebaños y a los pastores, para quienes los camélidos representaban la principal fuente de riqueza. Fueron precisamente los españoles los que propagaron en estas tierras la creencia en los poderes de los bezoares.


Lo cierto es que los bezoares americanos se convirtieron en un valioso objeto de comercio para los españoles, llegando a alcanzar precios altísimos, como el de un bezoar de puercoespín, del tamaño de un huevo de paloma, que un judío de Ámsterdam quería vender por 2.000 escudos. El bezoar de este roedor ocupó una posición privilegiada en el arsenal boticario durante casi 200 años, al menos para aquellos que podían permitírselo.


Testimonios del gran valor de estos objetos hay muchos, como por ejemplo el que se recoge en 1653 en el Archivo de Manuscrito del Hospital de San Roque en Córdoba (hoy Argentina) en el que se reclama ante el obispo para que obligue en conciencia y con censura eclesiástica al cumplimiento de un trueque de 24 mulas por una piedra bezoar. Fueron artículos pintorescos que llegaron a valer diez veces su peso en oro: se creía que las personas que los llevasen al cuello no podían dejar de ser felices. Curiosamente, como los pobres no podían pagar las sumas que se pedían por ellos, llegaron a alquilarse por un día durante las epidemias de peste.

piedra esferica
   Bezoar montada en plata, colección de Bellas
   Artes y Artes Decorativas (MNCN.BA.0044).
   Imagen: Servicio Fotografía del MNCN. 


En este ambiente de superstición, en el que se llegaron a tasar como las piedras preciosas, algunos reyes, nobles e individuos pudientes poseían uno o más especímenes, algunos de los cuales estaban montados como piezas de joyería. Se consideraban talismanes, que les traerían buena fortuna y protección en caso de envenenamiento. La gran demanda de bezoares dio lugar a numerosas falsificaciones que resultaron peligrosas por contener sustancias altamente tóxicas, como cinabrio, mercurio y antimonio. Posiblemente, este hecho influyó en su decadencia y en que a partir de 1800 dejaran de utilizarse. Aunque no son piedras, el mineralogista y médico flamenco Anselm Boetius de Boodt los incluyó en su obra Gemmarum et Lapidum Historia (1609), por lo que su estudio es un capítulo importante en la historia de la toxicología.


Uno de los gabinetes más completos formados por un particular en París fue el de Pedro Franco Dávila, que en 1771 se convertiría en el primer director del Real Gabinete de Historia Natural de Madrid. Siguiendo las costumbres de la época, Dávila llegó a reunir 96 piedras bezoares, tal y como consta en el catálogo manuscrito de los objetos de su gabinete. Procedían de animales muy diversos: rinoceronte, elefante, cerdo, mono, puercoespín, caimán, tortuga terrestre, esturión, beluga, perro, caballo, carnero, castor… A finales del siglo XVIII, el Real Gabinete contaba con una importante colección de bezoares orientales y occidentales, al unir las colecciones de Dávila, de Carlos III, de otras procedentes de Francia que se consiguieron después, así como los bezoares llegados de las colonias americanas.


Actualmente, en el Museo solo se conservan cuatro ejemplares de piedras bezoares del Real Gabinete. En la colección de Bellas Artes y Artes Decorativas hay dos de gran tamaño montadas en plata: una de caliza depositada en capas (40 cm x 18 cm), montada en plata labrada con decoraciones vegetales de estilo rococó; otra esférica compuesta de fosfato de magnesio (estruvita) (24 cm x 15 cm), montada en plata labrada con decoraciones vegetales, con un agujero del uso (c. 1750). Mientras que en la colección de Geología se conserva un bezoar ovoide (7 cm x 5,5 cm), formado por depósitos de capas sucesivas, la externa carbonática o calcárea y la interna formada por carbonatos y fosfatos mezclados y otro de 8 cm x 7,4 cm, consistente en dos fragmentos que encajan perfectamente uno en el otro.


Más allá de su interés científico, histórico o artístico, la popularidad de las piedras bezoares también ha dejado su rastro en la literatura, como en la comedia de Miguel de Cervantes La entretenida (1615), en la que se les adjudica una acción alexifármaca que preserva o corrige los efectos de un veneno. También aparecen en El retrato de Dorian Gray (1891) de Oscar Wilde, que habla de un bezoar proveniente de un ciervo de Arabia del que se dice que puede curar la peste. Y más recientemente, en la novela Harry Potter y la piedra filosofal (1997) de J. K. Rowling, donde utilizan un bezoar de cabra como cura de veneno.

 

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